El jueves pasado saltó la pregunta, proveniente de alguien acostumbrado a tratar con muchas personas, cuya labor profesional se desarrolla en un ámbito de gran contacto humano y en el que suelen surgir numerosas ocasiones de generación de alianzas interpersonales o interorganizacionales para montar proyectos. A pesar de tener ese perfil profesional, de estar tan habituado al trasiego de personas, nos lanzó la cuestión: “¿Y cómo localizáis a esas personas?”
Se refería, lógicamente, a nuestros informantes; esas personas que nos prestan su colaboración durante una investigación, que dan lo que pueden dar, que nos abren camino, que nos aportan la información que tanto anhelamos.
¿Cómo localizamos a nuestros informantes?
Diría que con mucha paciencia y siempre en el desarrollo del trabajo de campo. La etnografía se realiza en campo. No vale seleccionar informantes dentro de un listado (organizado por edades, sexo, profesión u otras variables por el estilo), llamarlos y reunirlos en una sala. Somos nosotros los que nos desplazamos a sus lugares, porque, como decíamos en otro momento, el contexto en el que desarrollan su acción, su contexto natural, es fundamental para nosotros. ¿Pero cómo empezar, cómo romper el hielo inicial de una investigación? En definitiva, ¿cómo localizar a los primeros informantes?
Será necesario fijar la atención en aquello que está más vinculado al objeto de investigación y que está a nuestro alcance. Internet es el gran aliado en este sentido, así como las relaciones personales y profesionales, que se van ampliando y diversificando a lo largo de los años. Cuando se inicia una investigación, se hacen las primeras catas de campo, se indaga sobre el tema en Internet y se revisan las relaciones pre-existentes; así se abre el camino al primer informante. Y de él, inexorablemente, vendrán otros. No necesariamente por ser contactos suyos, sino porque, gracias a la información que nos aporte, podremos ampliar el radio de acción de la observación participante e ir localizando nuevos informantes. Unos llevan a otros. Y cuando un contexto es fructífero, puede convertirse en el caldo de cultivo de un cuerpo de informantes muy significativo.
En etnografía, tienes siempre la sensación de estar descubriendo realidades nuevas: nuestra práctica se aleja tanto del despacho y se acerca tanto a la acción, que ésta acaba calando y deja la mente y el espíritu preparados para que sus protagonistas se instalen cómodamente. Ese descubrimiento constante viene de la mano de personas que dejan su huella inexorablemente. Dudo mucho que se acuerde de mí quien me hizo una vez una rápida encuesta de opinión sobre la imagen de marca de un producto lácteo en un hotel de Madrid. Quien me la hizo tenía una vocalización perfecta, un requisito que entendí decisivo para el desempeño de su labor: ¡qué rápido hablaba el hombre! Hice lo que pude para seguirle el ritmo y respondí con la máxima honestidad que me permitían los segundos. ¿Ocurre lo mismo con nuestros informantes?
Imposible.
Si bien tendría que remontarme a los cuadernos de campo de investigaciones de hace años para recordar algunos nombres, no se me olvidan las anécdotas, las especificidades de cada relación, lo que cada cual me aportó en su momento. Hoy, me atrevería a decir que un problema real al que nos enfrentamos los etnógrafos es poner límites a nuestro grado de involucración en la realidad de nuestros informantes, esa que nos están ayudando a comprender y en la que nos están metiendo de la mano. La frontera entre relación profesional y relación personal a veces se diluye y, acabada una investigación, aparece un nuevo contacto telefónico en el grupo de “Amigos”.