Toda investigación etnográfica se traduce en una cantidad ingente de materiales en bruto: registros de cuaderno de campo, entrevistas, vídeos, fotografías. Si los resultados de la investigación para un cliente se redujeran a estos materiales en bruto, el cliente podría morir en el intento de descifrar las claves que encierran. El visionado de las horas de vídeos (sin editar, por supuesto), le irían hundiendo poco a poco en su butaca. Y, una vez en ese estado, podría iniciar la lectura pausada de un montón de registros de observación participante y las entrevistas a informantes, transcritas con todo lujo de detalle. Al terminar todo el proceso, ya agonizante, podría suspirar: “¿y ahora qué?”
Por eso, por aquello de que el cliente obtenga lo que busca sin ser aplastado por las evidencias de campo, la investigación etnográfica culmina con un análisis de los datos de campo. Y, del mismo modo que del registro de los datos se espera detalle y calidad, del análisis se esperan respuestas operativas, soluciones, sorpresas, necesidades… Todo aquello que se haya especificado en los objetivos de investigación y que el cliente necesite.
El análisis exige mucha experiencia; un ojo entrenado, capaz de ir detectando pautas a partir de los sucesivos registros y con ayuda de las herramientas adecuadas. Si bien nos hemos encontrado en ocasiones analizando datos recabados por terceros, en una separación de roles entre trabajo de campo y análisis, lo cierto es que nos gusta mucho más y consideramos mucho más productivo la combinación de ambas experiencias: trabajo de campo y análisis.
Por supuesto, los momentos de registro y de análisis tienen que permanecer razonablemente separados, pues de lo contrario influimos decisivamente, y para mal, en el registro. Pero el hecho de que en nuestra mente haya quedado el conjunto de experiencias y percepciones que dieron lugar al registro acaba siendo esencial, una y otra vez, para determinar la calidad del análisis. Nos va a ayudar a discriminar lo importante y significativo, o a sacarle punta a un detalle que sólo es menor en apariencia. El recuerdo va a estar ahí, en segundo plano, cuando analicemos el registro.
El análisis final será el que recoja toda la experiencia de campo y el que permita extraer las claves culturales que se buscan. Pero este análisis se irá fundamentando a medida que crece la investigación, sobre una base: la saturación de los datos.
¿Qué entendemos por saturación?
Cuando se inicia una investigación etnográfica en torno a unos objetivos, se empieza con el campo abierto. Poco a poco, conforme algunos registros de observación participante y los discursos y comportamientos de los informantes se hacen recurrentes en determinados aspectos, se van acotando valores y significados culturales. Esa recurrencia, esa confirmación de que una pauta cultural se da una y otra vez durante el trabajo de campo es lo que llamamos saturación. A partir de esta saturación, comenzamos a elaborar una descripción de lo que está pasando, de la realidad que nos está mostrando el campo.
En los registros en bruto, constarán todos los casos, todos los discursos de los informantes, todas las actitudes, pero no todas pasarán el filtro de la saturación y, por tanto, quedarán excluidas del análisis final. Quizá, en un futuro, lo que hoy es extraordinario o marginal se convierta en una pauta generalizada y, en ese caso, siempre podremos recurrir a nuestros cuadernos de campo y encontrar semillas culturales que estaban por germinar. Pero el análisis, el resultado final que entregaremos al cliente, describirá los valores culturales y necesidades que busca aquí y ahora. Se lo daremos hecho e ilustrado con ejemplos muy saturados. Por eso nos habrá contratado y eso es lo que podrá exigirnos.