En un hilo antiguo de un foro perdido, encontré hoy esta aportación:
Se refería este usuario al impacto de la factura de la luz sobre la economía doméstica.
Su comentario sería el típico que podría escucharse en la barra de un bar, o en la parada de un autobús, o en la cola de la carnicería… Un típico comentario, aparentemente baladí, sin trastienda; expresando una idea aparentemente universal, compartida por cualquiera que tenga una mínima sensibilidad social. Un comentario ante el que se esperaría un asentimiento gestual por parte de los oyentes, acompañado de lugares comunes del tipo: “más razón que un santo”, “desde luego”, “si es que… ¡ya te digo!”, “la leche”; o un poco más osados, añadiendo algún juicio de valor: “si es que son unos ladrones”, “ellos bien que se llenan los bolsillos y los demás, a aguantarnos”, o cualquier otro comentario que se os ocurra.
Pero, ¿qué pasa si nos detenemos a analizar la frase? ¿Qué ocurre si hacemos una lectura pausada? Que descubrimos que tiene más sustancia de lo que parece.
En particular, plantea un enfrentamiento de base entre un ellos y un nosotros no definidos. Indefinidos antes y después, porque su autor no considera que sea necesario definirlos; y el lector (o el oyente en el bar o en la parada del autobús) tampoco parece necesitar más explicaciones: todos sabemos a qué nos estamos refiriendo…
OK: todos sabemos. Ellos son los malos; nosotros, los buenos. Como en la mente de un niño… ¡Qué difícil hacerle entender a un niño de 10 años cada uno de los matices de comportamiento de los protagonistas de la película “En busca de Bobby Fisher“, haciéndole salir del esquema básico de “está siendo bueno”, “está siendo malo”! Pues eso: si nos esforzamos en transmitir a los niños que las personas estamos en evolución, que podemos cometer errores, que no podemos juzgar todo comportamiento humano exclusivamente en términos de bueno y malo, ¿cómo es posible que, en nuestras relaciones de adulto, caigamos en semejantes reduccionismos?
Seguimos con la frase en cuestión: “…y luego quieren [ELLOS] que vivamos [NOSOTROS] con 420 €?”.
Los malos, ellos, tienen una voluntad deliberada de lograr algo. “Quieren”. ¿Y qué quieren? Que los buenos, nosotros, logremos vivir con unos ingresos de 420 €, pagando facturas onerosas. Y quiénes son ellos, los malos: ¿los poderosos?, ¿los dueños de las empresas?, ¿los políticos?, ¿los directivos?, ¿los terratenientes?
Si el ellos es amorfo e indefinido, el nosotros resulta aún más chirriante: ¿cómo es posible que todos nos sintamos identificados con un nosotros aparentemente acotado en unos ingresos de 420 €? ¿Todos nosotros tenemos unos ingresos de 420 €, euro arriba, euro abajo? Más aún, ¿entendemos, al leer el post, que su autor tiene unos ingresos de 420 €? Posiblemente, no. Pero a nuestro “yo-nosotros”, a nuestro “sentimiento de responsabilidad social universalmente compartida”, no le importa. Todos sabemos qué está queriendo decir el autor…
Y así, entre suposiciones, presuposiciones, lugares comunes, subjetividades, comentarios intrascendentes como quien no quiere la cosa, etc., vamos construyendo pensamiento colectivo, generando un estado de opinión, una evolución cultural en toda regla. Y, como ciudadanos, la vivimos; no la analizamos.
La detección de estas evoluciones no es sencilla. Requiere extrañamiento: alejarse de nuestro yo colectivo, el yo de la cola de la carnicería, el yo implicado personalmente en un tema. Y requiere lectura atenta y analítica: uno no ve un “ellos” elidido o un “nosotros” implícito con la actitud de lector de foros.
En eso consiste la netnografía: en leer todo lo que se localice en espacios de conversación de Internet sobre nuestro objeto de investigación con distancia, acumulando información hasta llegar a construir datos significativos, y analizando estos datos hasta descubrir las claves del fenómeno que nos compete.