Cámara de manos libres y trabajo de campo

El vídeo está ganando fuerza en el terreno de la etnografía. La posibilidad, cada vez más realista y asequible, de registrar en vídeo las acciones, los testimonios y los contextos en que estos se producen ha generado una demanda real en los clientes. Una vez se ha roto el tabú del vídeo y los antropólogos han empezado a ofrecer a sus clientes este tipo de material, las expectativas de quien demanda sus servicios incluyen ya con frecuencia resultados en formato vídeo. “Si pudiéramos ver cómo reacciona la gente, sería un lujo”. Ya no basta narrarlo con pelos y señales. O, mejor, si la narración detallada se ve refrendada con un vídeo, el cliente gana seguridad en el análisis del antropólogo y puede hacerse una idea más cabal de lo que el antropólogo explica en su informe.

Pero, así narrado, parecería que el vídeo es ya hoy imprescindible y no lo es. Más aún, en muchas ocasiones es imposible lograr registro de vídeo durante el trabajo de campo. Ya es de por sí difícil lograr que las personas accedan a ser nuestros informantes, a compartir con nosotros sus formas de hacer y entender las cosas. Esto se logra sólo si el informante confía en nosotros y en nuestro trabajo, si se siente al control de la situación y confía en que lo que nos cuente y muestre quedará como parte de nuestros materiales de campo, siendo necesario su permiso explícito para que terceros accedan a partes seleccionadas de dichos materiales.

Bonito problema: es de sentido común que el rapport o confianza pueden verse amenazados por la presencia de una cámara. En otras palabras, si nos obsesionamos por esos minutos de vídeo destinados al entregable final, podemos quedarnos sin gente con la que trabajar, o cuanto menos podemos enrarecer el ambiente hasta el punto de que la solvencia de los datos finales no sería suficiente.

La solución al problema pasa por la perspectiva: nuestros “abuelos” de profesión tuvieron que vérselas con el impacto del cuaderno de notas a poco que lo sacaran, así como con el uso de los primeros magnetofones, tan épicos y desmedidos que tenían que disfrazarlos como una mesita-camilla para que algunos informantes se olvidaran de que semejante artefacto estaba ahí para grabar sus palabras. Y no es broma.

Magnetofon de tamaño moderado

Nuestros padres antropólogos, y los que peinamos canas en abundancia, nos las tuvimos que ver con las grabadoras de casette, que no hacía falta disimular como las anteriores pero que eran un vivo recordatorio para el informante de que se estaba grabando lo que decía, con esos bonitos “clacs” que nos avisaban de que la cinta había llegado al tope. Seguro que a alguno os entran sudores fríos al recordar la fiesta que era transcribir una entrevista o grupo de discusión desde el casete, con esas sesiones maravillosas de play-pausa-rebobinaunpoco-halayamehepasado-playotravez- -escribirlaultimafrase-quéeraloquedijo-rebobina-play-escribe-mevoyafumar.

La fotografía es otra herramienta que nos acompaña desde que la antropología es tal. E independientemente de lo aparatoso de la máquina, el obstáculo aquí nace de lo inapropiado de sacar fotos en momentos en los que no está previsto que actúe la cámara: en la barra de un bar, comiendo en tu salón, charlando en la sala de reuniones. Lograr que la cámara pueda ganarse su presencia en un trabajo de campo es algo delicado, pleno en equívocos y nunca completo.

El vídeo hace lo que la grabadora y la cámara, y peor aún. No sólo registra la imagen en movimiento del informante y su voz, sino que se asocia con el medio público por excelencia: la televisión. Salvo que la videocámara se emplee en los momentos culturales apropiados (bodas-bautizos-comuniones-visitaalacatedraldeburgosconpantalonescortosysandaliasconcalcetines), es altamente intrusiva y resulta estupenda para desbaratar una acción que esté teniendo lugar, que la gente pierda la concentración y hasta el buen ánimo. Sólo el oficio de un buen documentalista puede lograr que ese efecto se desvanezca, y nunca es algo de hoy para mañana. La cámara no besa a los santos y siempre te vestirá despacio, por prisa que tengas.

El problema está claro, pero su solución nunca es sencilla. Dejando aparte otras estrategias, hay un hecho constatado: cuanto más discreta y menos aparatosa sea la cámara, mejor. Salvo que la situación permita la presencia de una cámara de alto rendimiento, en muchos casos habrá que sacrificar la calidad de la imagen en aras de esa discrección. Hay que recordar que los etnógrafos no somos documentalistas, que para nosotros el video es un medio y las más de las veces no un fin en sí mismo, y que la mayor parte de nuestros brutos no saldrán de nuestros ordenadores. Ante todo, son  un registro que acumularemos para ayudarnos a entender lo que estamos estudiando.

Así las cosas, si además la cámara se puede manejar sin empuñarla, si nos puede acompañar todo el tiempo que sea necesario y si nos permite que tanto nosotros como el informante nos olvidemos que está ahí para concentrarnos en lo importante, la mejora es poco menos que revolucionaria. Y existe:

Cámara looxcie 2 colocada

Se coloca en la cara, sujetado en la oreja, como si de un pinganillo se tratara. Eso sí, un pinganillo un poco sobredimensionado 🙂 La cámara acompaña los movimientos de la cabeza y, una vez fijada la posición, graba a la altura que uno defina, generalmente un poco por debajo del enfoque de los ojos. En sesiones de trabajo de campo con gran movilidad, esta cámara ofrece un resultado fabuloso: el etnógrafo está acompañando al informante en sus quehaceres y éste se desentiende de la cámara, que en ningún momento condiciona el desarrollo de la acción.

Esta cámara permite grabación continuada de entre 5 y 10 horas, según el modelo, de las que, a posteriori, el etnógrafo puede realizar clips de vídeo de los momentos que considere más interesantes. Podemos controlar el cuadro porque transmite la imagen por bluetooth a tu smartphone, que se convierte con el software adecuado en la interfaz de manejo de la cámara. Lo mejor, además de su comodidad, ligereza y razonable discreción, es que no la manejamos: la llevamos. Ya habrá tiempo al acabar la sesión de seleccionar los momentos más significativos, porque de lo que se trata es de hablar con el informante, de que nos cuente lo que hace mientras lo hace.

Y por si fuera poco, su eticidad está fuera de cuestión. Debajo del objetivo hay un piloto que se enciende con luz roja mientras grabamos, lo que es el mejor equilibrio entre que el informante sepa a qué atenerse (p.e., pidiéndonos que paremos de grabar en un momento determinado) y hacer observación participante sin obstáculos ni para el informante ni para nosotros.

Decir que estamos encantados es decir poco :).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *