Me han llamado de onda cero para intervenir en el programa de Julia Otero, haciendo una lectura antropológica sobre suciedad y dinero. Al parecer, me comentaba Albert Sabadell, un estudio de la Universidad de Oxford revelaba los altos niveles de bacterias patógenas en billetes y monedas
Se trata de un interesantísimo problema cultural. Por una parte, la suciedad simbólica del dinero es muy amplia y tiene gran impacto, y la encontramos desde las citas evangélicas a una amplia variedad de valoraciones negativas referidas a “hacer algo por dinero”.
De hecho, “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Marcos 10:25) lo encontramos en Mateo 19:24 y en Lucas 18:25. La triple coincidencia nos apunta al origen primero del cristianismo, a la colección de logia o dichos sapienciales que fueron los primeros elementos del paleocristianismo. Si recordamos las treinta monedas de Judas, nos será fácil comprobar que tanto el dinero como su trasunto material connotan valores negativos centrales para nuestras culturas occidentales.
Por otra parte, el dinero es importante. Es esencial para nuestro modo de vida, tanto que constituye la métrica principal para baremar el status social de la persona. A la ausencia de dinero se le asocian con frecuencia valores negativos, de culpabilización o de falta de capacidad, y al dinero se le atribuyen los poderes más elevados posibles para el funcionamiento social: “todo el mundo tiene su precio”.
El dinero y su objetivización material son elementos culturales centrales, de una polisemia e importancia elevadísima dentro de la densa red de significados que componen nuestra cultura en este momento. Por ello, la disonancia cognitiva se da sin problemas, a la ligera, con alegría: ni la lectura de este post nos va a hacer… ¿Qué? ¿Tocar el dinero con guantes? ¿A que suena extraño? Pues tendría sentido
De hecho, lavamos el inodoro con guantes y poniendo caras de asco en el proceso. Sin embargo, no torcemos el gesto cuando empleamos nuestros teclados, bajo los cuales hay poblaciones comparables de patógenos. Estas contradicciones dejan de serlo cuando pensamos en el valor simbólico de la suciedad y la contaminación.
Se han talado extensos bosques para publicar la gran cantidad de textos antropológicos sobre la cuestión. Pureza, suciedad, contaminación, peligro, son conceptos esenciales de la antropología, especialmente de cierta escuela inglesa de finales de los años 60 que, aunque por desgracia ya no está de moda (siendo como es la moda una desgracia para la antropología), llevó a cabo aportaciones valiosas al respecto.
Si pensamos en nuestros antepasados de hace 250 años, vivían en ciudades y pueblos donde el “agua va” era un aviso esencial para evitar que los restos de la bacinilla arrojados por la ventana cayeran sobre los viandantes. De la misma manera, se enterraba intramuros, ad sanctos, y tan pequeños eran los predios que se llenaban periódicamente y había que poner en práctica las “mondas”, que consistían en la extracción de los cadáveres, su limpieza de los restos de tejido blando en descomposición y su ubicación en una cripta. Resulta inimaginable el espectáculo visual y olfativo, que por otra parte se llevaba a cabo a la vista de todos. Cuando Hamlet se agacha y recoge una calavera no es un símbolo. Como resulta inimaginable el estado higiénico de la vida diaria de los abuelos de nuestros bistatarabuelos, por más que nos lo cuenten.
En 2014 resulta mucho más fácil comprar carne “higiénicamente dispuesta” en bandejas recubiertas de film que al peso y metidas dentro de papel de estraza. Hemos completado un movimimiento pendular respecto al significado social y cultural de la higiene y la suciedad hasta desarrollar conductas radicales, intolerantes, ante todo lo que consideramos insano o sucio. Hace más de 100 años que en las ciudades europeas llegamos al estado de salubridad que pedía el movimiento higienista entre los ilustrados, pero ocurre que en nuestros días la preocupación por la limpieza no es una cuestión científica, sino cultural, de valores. De lo contrario, no se explicaría cómo se combinan nuestras extremadas preocupaciones por la higiene alimentaria con la despreocupación con la que se toman los niveles de contaminación del aire, habida cuenta de la mortalidad de cada uno.
El problema, en suma, es que las razones objetivas tienen menos peso de lo que parecen. Por más que no se discuta un hecho (la contaminación bacteriana del dinero), este hecho no pesa a la hora de las prácticas diarias comparado con valores más centrales para nuestra cultura. Así, seguimos tocando el dinero con las manos y seguimos respirando lo que respiramos.